Los Reyes Magos somos todos, tengamos hijos o no.

El otro día, en el colegio, mi hijo de nueve años se vió inmerso en un debate en plena aula sobre el tema de quienes eran en realidad los Reyes Magos. El pobre niño volvió a casa  “con el corazón partío”, por decirlo de alguna manera, ya que ´según sus palabras textuales, “él quería creer en la magia para siempre”.

Unos días después, cuando ya la cosa estaba más tranquila y después de escuchar sus argumentos, le manifesté que la magia no se va si uno no quiere que se vaya, que hay dos tipos de personas: Los que creen firmemente en que las cosas que quieren y sueñan podrán materializarse en la realidad y los que sólo creen en lo que ven sus ojos y en lo que la vida, el destino, la suerte, la lotería, etc. les pone por delante. Que él podía escoger entre estar con unos o con otros y que, si quería que sus sueños se hicieran realidad, la primera, primerísima condición sine qua non, era imaginarlos constantemente, visualizarlos, tenerlos muy presentes y la segunda y no menos importante era creer firmemente en ellos, ilusionarse sólo de pensar en conseguirlos. Y que así era como las cosas pasaban: teniendo claro qué es lo que queremos y adónde vamos.

Y utilizé un símil que el niño entendió perfectamente: “Si tú y yo subimos al coche, arrancamos el motor, salimos a la carretera y no sabemos dónde vamos, ¿crees que llegaremos a alguna parte?” Y mi hijo movió negativamente la cabeza. “Pues si tú quieres que una cosa pase, primero debes saber qué cosa es esa y después creer firmemente que esa cosa va a pasar”, continué. Y le quise poner ejemplos sencillos y próximos (quizás también movido por una cierta vanidad de padre) escogiendo algunos pequeños logros en mi vida de los que hemos disfrutado juntos.

Cuando llegué a un punto de la conversación en que le conté que yo había querido disponer de un espacio para impartir clases de yoga y ahora ya lo había conseguido, me interrumpió, diciéndome: “Claro, y ahora haces unos cuantos carteles, los pegas por ahí, y ya tienes gente para darle clases...”. Y se quedó tan ancho.

La magia, una vez más, había funcionado. Casi sin querer, le había dado a mi hijo su primera sesión de coaching. Le había explicado los primeros pasos necesarios:  Definir tu sueño, visualizarlo, creer firmemente en él. Y el niño había continuado, inocentemente, con el paso subsiguiente: El plan de acción. Una herramienta imprescindible pero a todas luces ineficaz si no está fundamentado en la creencia, en la fe, en la maravillosa reina o maravilloso rey mago que todos llevamos dentro.